sábado

Sueños... - Capítulo 10


Me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. Me sentía incómoda y tenía bastante frío, lo que parecía que el mestizo no sentía. Él avanzaba a paso regular, sin pararse por un instante, sólo mirando hacia detrás, donde estaba yo, de vez en cuando. Me dolían los pies de tanto andar, era ya de noche cerrada, y aún así, la mestiza no se detenía a descansar, aunque a mí, con cada paso que daba, notaba como se me iban cerrando los ojos.
-Oye… - le avisé. Él me miró sonriendo, como llevaba haciendo desde que le había encontrado.
-¿Qué pasa? – dijo él con tono bromista. Le  miré sorprendida, si hubiese sido yo, hubiese entendido al instante lo que iba a decir.
-Que me muero de sueño, ¿no podemos descansar?
-¿Sueño? ¿Qué es eso?
En ese momento entendí por qué no había intuido que tenía sueño, porque no sabía qué era, supongo que él no dormía.
-Pues, que necesito dormir… Cerrar los ojos y parar unos momentos.
-¿No se puede dormir mientras se anda? – Dijo sonriente
- Lo veo difícil (-.-“)
-¿Entonces tenemos que detenernos? – dijo con una voz más triste
-Supongo, sino no podré dormir. ¿Qué hay de malo?
-No me gusta estar quieta, es aburrido
- Pues…
Me puse a pensar en alguna solución. Imaginé un carruaje con un caballo, y chasqué los dedos, como había hecho con Tomás. Entonces apareció al lado nuestro un carro, tal y como lo había imaginado, con un caballo negro, un frisón de fuertes patas y de una belleza sorprendente. El mestizo abrió la boca en gesto de sorpresa, pero al momento, se acercó a mí y me dio un golpe en la mejilla bastante fuerte.
-¿Quién te ha dicho que hicieras esto?
-Nadie – tartamudeé – Pensé que nos serviría, y Tomás me enseñó a hacerlo…
- No lo vuelvas a hacer – me gritó muy enfadada – ahora ya no puedo hacer nada… Vamos, sube.
Hice caso a su orden, porque al menos, eso parecía que era, y subí al carro. Ella se puso al lado del frisón, y cogiéndolo de las largas riendas, comenzó a andar, haciendo que el equino moviese el carro también.

domingo

Sueños... - Capítulo 9


Erns se revolvió entre las mantas, porque estaba teniendo una extraña pesadilla. Pataleaba, haciendo que las mantas dejaran de cubrirle por lo que empezó  a tener frío. En intentos en vano, movía los brazos para volver a cubrirse con ellas, pero no conseguía nada. Tiritaba de frío. De repente, se levantó de un salto, despertándose.
-Ydru... Tengo que matarte... - se dirigió a una silla cubierta de viejos ropajes, y se puso lo mas abrigado que tenia. Cerro de un portazo, saco una pequeña cerilla de la bolsita que llevaba, la prendió, y la lanzó a la aislada casa de madera. Se rió mientras su casa se quemaba, quedando reducida a cenizas.
-Te mataré.

Cuando la última de las cenizas del amplio fuego se apagó, miró en derredor, y se fue al bosque. Allí se sentó cerca de un árbol y empezó a pensar las distintas formas de las que podría desatar su odio contra Ydru. Poco tiempo después, mientras revolvía las cosas que llevaba en la bolsa, se topó con un pequeño cuaderno de notas.
Erns ojeaba la pequeña libreta para pasar el tiempo hasta que la luz del sol se desvaneciera, reemplazándose por la luz rojiza de la luna. Pasaba las hojas despreocupadamente, sin fijarse en el contenido de ninguna de las miles de notas  que estaban allí. Al pasar una de las hojas, descubrió en letras grandes y con mala letra una frase que había escrito no hace mucho.
            -Todo fue culpa tuya, Ydru. – Leyó en voz alta.
            Apretó fuertemente los dientes y pegó un puñetazo al suelo.
            -Es verdad, te odio, Ydru. – dijo furioso.
            Pegó repetidamente al suelo de nuevo, hasta que notó que los nudillos comenzaban a dolerle y cesó.
            Le sorprendía el odio que alcanzaba tenerle a aquella persona, sin conocerla de nada. Tampoco sabía nada de aquél Ydru, simplemente era pensar en la misma palabra y tener ganas de destrozar algo. Apenas era un niño, no llegaba a los 8 años de edad, aunque su madurez y su locura iban unidas. Cuanto más mayor se hacía, más demente  se volvía. Vivía solo en esa casa desde hacía unos meses, aunque era lo único que recordaba.
                       
            Una amable señora mestiza le había acogido en aquella casa, tratándole como si de su madre se tratara. Le contaba historias, tanto fantásticas como más reales. Una noche le había contado la triste vida de los mestizos, aún sabiendo que Erns desconocía que ella fuese una mestiza. Al chico  le había conmovido aquella historia, y dio la cara por los mestizos, ignorando los peligros que podía correr.              
            En la plaza de un campamento humano, de su raza, se le ocurrió contar aquella misma historia que la anciana le había contado. Unos guardias le escucharon y le sujetaron de la muñeca, y uno de los tres le apuntó con la alabarda que tenía.
            -¿Quién te ha contado eso, chico? – le gritó el guardia de la alabarda mientras pasaba el afilado filo de ésta por su cara, haciéndole una pequeña raja.
            -Una…señora… - tartamudeó Erns, cerrando los ojos y con una mueca de dolor.
            -¿Dónde vive? – le había preguntado otro de los guardias, que tenía una lanza larga en una de las manos, y con la otra le cogía la muñeca.
            -Siguiendo el camino hacia el valle, el primer cruce hacia el bosque de olmos…
            Los guardias le soltaron, dejándole libre, pero entonces uno que tenía un gran arco a la espalda, le dio una patada muy fuerte en el estómago, que le dejó inconsciente.
            Pasaron largas horas, hasta que el niño despertó en medio del campamente, rodeado de más chicos curiosos por Erns. Éste se levantó de un golpe  y corrió, abriéndose paso entre la gente a codazos y empujones, en dirección al atajo que llevaba a la casa de la señora, su hogar. No estaba muy lejos de allí, aunque el viaje se le hizo largo con las caídas y tropiezos que tenía. Las magulladuras de la rodilla y el corte de la cara le sangraban aún más con el esfuerzo, pero él no se detenía y avanzaba sorteando los numerosos árboles y raíces de éstos. Cuando llegó al claro donde se encontraba la casa, se escondió detrás de uno de los árboles más cercanos a ella, oyendo aullidos procedentes de la casa. ¿Qué pasaba ahí? ¿Por qué habían venido los soldados? Erns sudaba mucho y tenía la cara ya empapada de sudor. Miró disimuladamente la casa, con todo el cuerpo a excepción detrás del árbol. Distinguió tres figuras semejantes a los soldados que le habían preguntado en el campamento, que traían cogida a otra persona más, fijándose detenidamente, Erns se pudo dar cuenta de que se trataba de la señora que le cuidaba.
            Se fijó en que su habitual gorro, que lo llevaba a todas horas, estaba hecho jirones y que la falda larga estaba rota también por la parte de atrás, lo que le permitió ver que entre el pelo rizado y grisáceo de la anciana destacaban dos orejas peludas a ambos lados de la cabeza, y una larga y espesa cola gris, que antes eran tapadas por el gorro y la falda.
            Erns se sobresaltó al ver aquello, y salió corriendo en dirección al bosque, huyendo de la casa.
            Antes de perderse entre los árboles, escuchó la voz de unos soldados:
-¡Muerte a los mestizos! ¡Vivan los Ydru!
            Esa frase le sumió en un profundo estado de shock, que le impidió recordar nada de lo pasado, y sólo le permitió odiar a cualquier Ydru.


Se levantó y miro en derredor, le había parecido escuchar un ruido. Se puso alerta, mirando con nerviosismo a un lado y a otro. Sacó una pequeña navaja del bolsillo de sus pantalones holgados y  la puso en frente de su cara. 
-¡Sal, cobarde! - dijo sin asustarse lo más mínimo.
Un muchacho salió entre los arbustos y se puso enfrente de Erns. Con un pequeño dedo le apuntó. 
-Triste.
Erns le miró al niño durante unos segundos, pensando que se estaba burlando de él. El niño se señaló a sí.
-No humano.
Entonces los ojos de Erns se quedaron en blanco. El niño se acercó a Erns y tocó la navaja que éste último llevaba, pero la garra que tenía como dedo no se daño. El niño miró a Erns apenado, tenía un pelo muy largo y ondulado, de color naranja, un color inusual entre los humanos. Tenía la piel algo morena, con rayas negras, y garras en vez de dedos, al igual que se distinguían unas orejas naranjas y negras entre su pelo y una larga cola también naranja y negra.
-Gish... -susurró Erns. 
Los Gish eran los humanos-tigre, que no hablaban el mismo idioma que las personas, pero eran mucho mas inteligentes y fieros que ellos.
-Gish - dijo el niño señalándose, y sonriendo. 
Erns le miró detenidamente, examinándole. Tenía una especie de tatuaje en el pecho, que tenía al descubierto,  en forma de tigre en espiral, el signo se los Gish. Al igual que todos los humanos-animal, no denominados mestizos, ya que eran híbridos, los Gish poseían su tatuaje. 
Erns se levantó y le miró al Gish.
-¿Cuál es tu apellido, Gish? 
- Gish Nähar. - dijo Nahär con acento extraño para Erns.
-Acompañame, Gish Nähar, a matar a Ydru.
Gish Nahär profirió un rugido y ambos se pusieron en marcha.